Dicen que a veces los mejores momentos son los que pasan sin haberlos planeado, y así me ha pasado a mí. Un día decidí abandonarme, dejar de pensar, y no preocuparme tanto por las circunstancias que en ese momento me ahogaban. A la semana siguiente me encontré navegando hacia otro continente. Al otro lado del mar encontré una tierra rica, sembrada con la profunda sencillez de la vida.

Fue sólo una semana, pero allí uno se deja llevar por el ritmo natural de las cosas, que llegan lentamente. Aprendes que todo llega sin buscarlo, y que lo más importante se puede decir sólo con mirarnos. Así parece que es más fácil darse cuenta de que la vida no espera nada de nosotros, tan sólo que seamos felices. Vivir el presente, y dejar de preocuparse por un futuro incierto o un pasado que ya no se puede cambiar.

Y después, cuando deshaces la mochila, te das cuenta de que está mucho más vacía, pero sabes que has vuelto con un equipaje mucho más pesado. Porque nada vale más que las sonrisas desinteresadas de esos que viven plenamente, que no necesitan más. Y nada llena más que ayudar a los demás.

No sé en qué momento empezamos a ser pobres, ni en qué momento pasamos a necesitar tanto para ser felices. Pero os doy las gracias a cada una de las maravillosas personas que habéis formado parte de esta experiencia, porque ahora sé que somos unos poquitos más los disidentes de una egoísta sociedad que flota en la superficie de las cosas importantes.

Ahora, al mirar la luna, siempre podré recordar la inmensa libertad que me invadió corriendo por las dunas bajo su clara luz. Y puede que un día olvidé algunos nombres, y seguro que se desvanecieran de mi memoria algunas caras, pero siempre recordaré la plenitud que sentí estando junto a todos vosotros.

Un millón de gracias por querer cambiar el mundo.

Abrazos,

Blanca M.