Cuando uno se organiza para un viaje de este tipo, siempre piensa en toda las cosas que puede aportar. Piensas: voy a un poblado pobre, sin recursos, en Senegal. Entonces llenas maletas de medicamentos, ropa, algunas papillas en polvo e incluso chupetes y biberones. Piensas en los mil juegos que vas a organizar cuando llegues y veas a los niños, en todas las posibles conversaciones interesantes con la gente del poblado, tan diferente a ti.
Pero lo cierto es, que cuando llegué al poblado sólo podía permanecer «ojiplática» y con la boca abierta. Era como si estuviese dentro de un documental de la 2…desperté y salí descalza de la casa; a ver lo que la tormenta de la noche anterior no me dejó. Un pozo delante de la casa, unas cuantas cabras, mujeres con cubos amarillos en la cabeza transportando el agua recogida en el pozo, y niños que venían hacia mi con cierta timidez; los cuales me hicieron sacar hasta la lengua más tarde para ver de qué color la tenía.
Y así permanecí durante toda mi estancia en Ndiawara. Ya con la boca cerrada, pero con la piel erizada cada vez que veía a un niño desayunar un trozo de pan con una taza de agua, cada vez que mis hermanos me enseñaban una palabra en pular , cuando paseaba de la mano con los niños por los arrozales o cuando me acostaba a dormir bajo un manto de estrellas.
Lloré tanto el día que nos fuimos, que me estuvieron doliendo los ojos un buen rato. ¡Qué tendrá África que tanto engancha! No sé si serán los atardeceres de sol rojizo, el saborear la comida con la mano, los animales libres o la gente tranquila hasta el extremo. Vivir sin mirar el móvil, sin mirar el reloj, sin espejos, sin maquillaje, sin grifos, sin interruptores… SIN. ¡Creo que nos sobran tantas cosas y nos faltan tantas otras! Que cada vez que voy, recupero la cordura que a veces pierdo en este llamado primer mundo. En Ndiawara, siempre es aquí y ahora.