Qué difícil es resumir lo que sucedió durante una semana entera, y aunque ahora ya tenga la cabeza más fría los sentimientos siguen a flor de piel. Y es que cada vez que vuelvo a casa después de pisar África, algo ha cambiado en mí. Me invade una sensación extrañamente familiar. Añoranza, diría yo. Y es que un pedacito de mi vida, de mi esencia, está ahí en Marruecos, porque nada más pisar la arena se me llenan los ojos de lágrimas silenciosas, se me pone la piel de gallina y al respirar se me ensancha el alma. Cómo puedo sentirme en casa a 2000 km de mi hogar?
Después de tantas veces, éste año se me presentaba “especial”. En primer lugar, el hecho de viajar con desconocidos y que una semana después seamos casi familia pone de manifiesto la intensidad de la experiencia. Y vivir en primera persona el reparto de material, visitar las familias, mezclarnos con los bereberes y salirnos del estándard de turista para conocer más su cultura, sus tradiciones y su día a día intensifican más el sentimiento de unión que tengo con el desierto.
He vivido millones de pequeños instantes que se me quedarán grabados en la memoria para siempre, pero no caben todos en una hoja. Si tengo que elegir, uno de los más impresionantes fue el lunes, cuando organizamos todo el material de donación. Entonces tuve plena conciencia de la increíble cantidad de pequeñas ayudas que íbamos a repartir. Luego el martes, con las cadenas humanas para dejar el material tanto en el poblado como en el colegio de la Hamada. También me impresionó especialmente visitar la casa donde se alojaban Begoña y Lucía, y pensar que la tarde del lunes habían pasado la tormenta de arena entre aquellas cuatro paredes, sin ventanas ni nada para protegerse. Y cómo no, la famosa hospitalidad bereber: sin conocerte de nada te enseñan sus casas y te invitan a un té; entonces te planteas que no tienen NADA y te lo ofrecen TODO.
La mañana del jueves para mí también fue especialmente intensa. Gran parte del grupo estaba repartida entre el taller de pastelería y el de cous-cous, así que el resto fuimos hasta el hospital, el colegio y la asociación de mujeres. Y en el colegio fue dónde viví un momento especialmente mágico para mi. El profesor nos pidió que cantáramos algo con los niños, así que pusimos a David al frente del “tallarín”. Las miradas expectantes de los niños, su predisposición y la posterior reaccion fueron impresionantes. Me quedo con la imagen de todos, mis compañeros y los alumnos, cantando y bailando al unísono. Y es que no somos tan diferentes como nos hacen creer.
Dicen que ellos tienen el tiempo, y nosotros tenemos los relojes. Pues yo quiero vivir su tiempo sin mis relojes. Y que el silencio del desierto te permite escuchar los latidos de tu propio corazón: será que en Merzouga lo oigo mejor.
Hasta el año que viene Marruecos, volveré! Y a todos mis compañeros de viaje, a pesar de la distancia os llevaré siempre en el corazón y espero volvernos a encontrar pronto!
Un abrazo muy muy grande desde Mallorca,
Caterina.