Nada más aterrizar en Hanoi te das cuenta que estás en un mundo distinto, en un lugar que te va a desbordar en el buen sentido de término y que algo va a cambiar en ti. En un país de 90 millones de habitantes como Vietnam hay muchos Vietnam. Si bien todos los lugares que recorrimos tienen algo que destacar, el que más me marcó, el que recomendaría a cualquier persona que tenga un mínimo de espíritu viajero es el valle de Sapa; allí hay poco del siglo XXI que conocemos, la globalización occidentalizada y desmedida que se extiende por muchísimos rincones de Asia, de momento allí no ha llegado.
Las etnias y gentes del valle intentan preservar sus tradiciones, es gente humilde y valiente (no me atrevería a decir pobre) que como nos contaban, incluso con la sombra continua de un turismo salvaje que intenta dar su zarpazo en estas tierras, no permiten que nadie les diga como tienen que vivir y que es lo mejor para ellos.
Adentrarme en los senderos que recorren a diario las H´Mong o las Dzao con sus cestas cargadas a la espalda y alojarme en sus casas después de largas caminatas entre los arrozales, hogares con pocas comodidades pero sobrados de alegría y hospitalidad, es una experiencia difícil de olvidar. Los primeros días me sentía como observador ajeno y fascinado a todo ese movimiento y vida colorida que no cesa, ni las lluvias repentinas y torrenciales consiguen que la vida se detenga, esas que al principio te desconciertan y que si te cogen desprevenido te calan rápidamente hasta los huesos, se hacen parte indispensable y mágica del paisaje, incluso en los días que no llueve hasta puedes llegar a echarla de menos.
Y qué decir de la comida, solo por la comida ya merece la pena viajar a Vietnam. Despertarse muy temprano y tomar un buen cuenco de Phô es una costumbre que intento mantener aquí, aunque sea los fines de semana. Nunca pensé que desayunar una gran sopa caliente me fuese a sentar bien, pero después descubres que es lo más reconfortante y delicioso que puedes tomar a esas horas.
Pero si con algo tengo que quedarme es con la gente, comprobar cómo poco a poco esa barrera que es el idioma se va desvaneciendo, cómo la comunicación empieza a fluir con el contacto cotidiano y el paso de los días y llegas a comprender que la llave que abre todas las puertas y elimina cualquier barrera es la sonrisa. Cuando te sumerges en otra cultura descubres que hay otra formas de vida, ni mejores ni peores, simplemente hombres y mujeres que viven de otra manera…y que suerte poder vivirlas aunque sea por un breve periodo tiempo.